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  • Foto del escritorCristian Andrés Díaz Díez

ES NECESARIO REFORZAR LA GARANTÍA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN EL SECTOR PRIVADO

En las últimas semanas se ha presentado cierta conmoción en el país, por dos hechos, en principio desligados: la negativa del personal de un restaurante de permitirle disfrutar un plato a un ciudadano de escasos recursos, dedicado al oficio de cantar con la compañía de su guitarra para obtener de allí su sustento vital, y la comunicación emitida por la directiva de un prestigioso club, en la cual le solicita a uno de sus socios abstenerse de realizar una tertulia política en dicho sitio con un candidato presidencial de izquierda, para evitar herir la susceptibilidad de los demás socios y visitantes del lugar. Sin embargo, ambos hechos tienen en común dos circunstancias: sucedieron en Medellín y se refieren a la restricción impuesta por particulares, a otros sujetos de la misma naturaleza, para gozar de los servicios ofrecidos por un establecimientos de comercio.


Sucesos como los mencionados y otros que durante varios años se han presentado en nuestra cotidianidad, como, por ejemplo, que el personal de vigilancia de una discoteca o de un restaurante lujoso impida el ingreso al local a una persona de raza negra o de vestimenta «desagradable», aduciendo el cumplimiento de políticas internas –seguramente instruidas por sus propietarios–, o en utilización de la manida frase «nos reservamos el derecho de admisión», resuenan en el oído de la opinión pública por cuestión de días –en el mejor escenario, por semanas–, pero, rápidamente, y para infortunio de las víctimas de estos actos de discriminación, se desvanecen, por la fuerza de otros hechos que cooptan el imaginario colectivo o por la indiferencia que nos caracteriza como sociedad.


Pero, a pesar de este incuestionable defecto de nuestra memoria, tratemos de examinar qué hay de fondo en estos acontecimientos; es decir, por qué se vienen presentando y qué podría hacerse desde el Derecho público para evitarlos o para sancionar su realización.


A mi modo de ver, lo que tales hechos ponen en evidencia es, por un lado, el déficit de tolerancia de la sociedad colombiana –pues, por razones inaceptables, nos cuesta promover y practicar la inclusión y el amor a la diversidad–; de otro lado, la diferencia agudizada de clases sociales y económicas que abunda en el país y, por otra parte, el enorme vacío regulatorio del Derecho en las relaciones entre particulares o, por lo menos, la falta de eficacia de los enunciados constitucionales que pregonan la garantía del derecho a la igualdad, al libre desarrollo de la personalidad, a la libertad de conciencia y a otros derechos de rango equivalente.


Sin duda, en la base de esta problemática también subyace una tensión entre los postulados del liberalismo, como corriente política y económica, y el alcance de la intervención del Estado en la vida privada, incluidas las relaciones que se desarrollan entre los particulares, pues, conforme a dicha doctrina, el papel de las autoridades públicas ha de ser mínimo, debiéndose limitar, concretamente, a la protección de la seguridad interna y externa, así como a la administración del sistema de justicia. Pero, esta versión clásica del liberalismo, reivindicada con nostalgia por Mario Vargas Llosa en su reciente libro “la llamada de la tribu” –que evoca el pensamiento de autores como Adam Smith, Karl Popper, Friedrich von Hayeck, José Ortega y Gasset o Isaiah Berlin– , ya no se admite, ni se aplica, con exactitud. Por el contrario, la sociedad contemporánea reconoce que la autonomía privada no puede ser tan amplia y que, por tanto, la intervención del Estado resulta necesaria, para contrarrestar las fuerzas salvajes del mercado que operan bajo la premisa de la libre oferta y demanda, con la finalidad de lograr un acceso equitativo a los bienes y servicios, en especial para las personas que se encuentran en situaciones de debilidad manifiesta, por sus condiciones físicas, mentales o económicas.


Así las cosas, a pesar de que el ordenamiento jurídico colombiano reconoce la autonomía de la voluntad de los particulares, para expedir actos jurídicos unilaterales –como el testamento o la oferta–, celebrar contratos –pactando en ellos las cláusulas que a bien consideren, siempre y cuando no vayan en contra de las normas de orden público– y emprender actividades económicas lícitas, tal autonomía no es absoluta. El derecho a la libertad de empresa, consagrado constitucionalmente, encuentra en la misma carta política claros límites, así como los prevén, además, las disposiciones legales y reglamentarias que regulan el ejercicio de las actividades económicas de los particulares, en materia tributaria, penal, cambiaria, laboral, societaria, entre otras.


Por consiguiente, si bien en nuestro país la iniciativa privada y la actividad económica son libres, estas deben desarrollarse en el marco del modelo de Estado social de Derecho establecido constitucionalmente; forma de organización política en la que no puede regir un sistema capitalista desbordado, sino en la que la creatividad, la innovación y el emprendimiento de los particulares deben permitir que, al mismo tiempo, se garantice la procura existencial de la población y que el Estado, como agente regulador y director de la economía, pueda satisfacer las necesidades básicas de la gente, sin que la ausencia de recursos sea un obstáculo para el disfrute de los beneficios, con igualdad de oportunidades.


Conductas como la del restaurante y el club en Medellín, según se expresó, muestran que en la sociedad colombiana, además de las diferencias económicas y la polarización política que persisten, ciertos empresarios desconocen o no quieren aceptar –lo que resulta más grave aún– que sus negocios deben adecuarse a los postulados del Estado social de Derecho, y que, por ende, deben actuar con solidaridad. Carece de justificación, desde el punto de vista moral y jurídico, que en un restaurante se impida que un cliente invite a una persona, que le inspira sentimientos de altruismo, a un plato de comida, porque la presencia del desconocido altera quizás la armonía visual del lugar, y que en un club se impida a uno de sus socios hacer una reunión con un candidato que, por lo que demostró la situación, al parecer, no era de los afectos o de la afinidad política de los demás clientes de la institución. Obsérvese cómo en ambos casos, además de la evidente violación de los derechos fundamentales de una persona, se presenta un menoscabo de los derechos del consumidor: ¿por qué un cliente, con su dinero, no puede pagar para invitar a otro?


¿Cuál debe ser, entonces, nuestro papel, desde el Derecho público, para evitar que estos acontecimientos se repitan o para sancionar su realización?


En primer lugar, debemos tomarnos en serio la eficacia directa de la Constitución. Ello supone aceptar que esta no solo rige en las relaciones de las personas con las autoridades, sino también entre los particulares. Pero dicha constitucionalización del Derecho privado y de las actividades de los particulares, de la cual se viene hablando desde hace algunos años, no puede quedarse en una simple declaración aspiracional.


En segundo lugar, las autoridades administrativas y jurisdiccionales deben ejercer un rol más activo en la defensa de los derechos fundamentales de las personas que son víctimas de actos de discriminación en establecimientos de comercio privados. En consecuencia, deben aplicar con mayor rigor los mecanismos previstos en el ordenamiento jurídico, para castigar actividades ilegales de los comerciantes, a través de sanciones económicas y la exigencia de una reparación integral del daño, que cobije tanto una indemnización de los perjuicios materiales y morales producidos con la conducta violatoria de los derechos, como la orden dirigida al comerciante de pedir disculpas en forma pública, para que esto tenga un efecto disuasivo y pedagógico en la sociedad. Los jueces que conocen de las acciones de tutela deben, por su parte, despojarse de la falsa idea de que los derechos fundamentales no rigen entre los particulares y ofrecer una protección inmediata y eficaz a las personas afectadas.


En tercer lugar, el Derecho público debe promover la importancia de la denuncia y de la participación de la ciudadanía, estableciendo vías eficientes de comunicación con las autoridades, que permitan dar a conocer la ocurrencia de este tipo de actos. Dentro de dicha regulación se debe reconocer como mecanismo de denuncia idóneo el uso de las redes sociales, por ser este un escenario en el que se canalizan muchas de estas situaciones.

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