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  • Foto del escritorJuan David Montoya Penagos

CONCEPTO DE JUSTICIA SOCIAL: ¿UNA IDEA SOBREVALORADA?

Latinoamérica está en una época de agitación política y, particularmente, Colombia no es ajena a la misma, pues algunos compatriotas, en la jornada del pasado 21N, mostraron su descontento frente diversos problemas sociales. Entre situaciones tales como la disolución del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), la aprobación de la ley de financiamiento y la implementación de los acuerdos de la falsa paz, genera gran preocupación las supuestas reformas de carácter pensional y laboral, así como la crisis financiera de la educación pública. Este cúmulo de dificultades genera problemas de legitimidad, pues implica que el Estado –tal y como ordena el preámbulo de la Constitución Política– no estaría en capacidad de lograr un orden social justo. Naturalmente, la idea de justicia social plasmada en nuestro ordenamiento jurídico tiene contornos distributivos y busca la protección de las personas en condición de vulnerabilidad. No en vano, se explica que:


«[…] a diferencia del Estado de Derecho que atiende exclusivamente a un concepto formal de igualdad y libertad, en el Estado Social de Derecho la igualdad material es determinante como principio fundamental que guía las tareas del Estado con el fin de corregir las desigualdades existentes, promover la inclusión y la participación y garantizar a las personas o grupos en situación de desventaja el goce efectivo de sus derechos fundamentales. De esta forma, el Estado Social de Derecho busca realizar la justicia social y la dignidad humana mediante la sujeción de las autoridades públicas a los principios, derechos y deberes sociales de orden constitucional»[1].


No obstante, aunque resulta encomiable la preocupación por las personas más desfavorecidas, es necesario analizar críticamente si el enfoque distributivo del concepto de justicia social soluciona los problemas anteriormente mencionados. Esta reflexión es importante, porque la idea está asociada más al componente emocional que al racional, lo cual –a causa del exceso psicológico– implica un riesgo de sobrevaloración. En efecto, las personas vulnerables despiertan la empatía de los demás e impulsan el deseo personal de actuar solidariamente[2]. Sin embargo, la acción debería proceder de un estricto análisis costo-beneficio, máxime cuando:


«[…] la empatía funciona como un reflector que se enfoca en algunas personas en el aquí y el ahora. Esto hace que nos preocupemos más por ellos, pero nos vuelve insensibles a las consecuencias a largo plazo de nuestros actos y nos ciega también al sufrimiento de aquellos con los que no empatizamos o no podemos hacerlo. Es parcial, y nos empuja en dirección [a] la estrechez mental. Es miope, ya que nos motiva a hacer cosas que podrían ser mejores a corto plazo, pero que llevan a resultados trágicos en el futuro. Nos hace incompetentes para el cálculo aritmético, pues favorece a uno sobre muchos […]»[3]. (Corchetes fuera de texto)


Ahora bien, aterricemos la teoría a la práctica. En primer lugar, ¿el concepto distributivo de justicia social soluciona la crisis del sistema de pensiones? Para resolver esta inquietud, es necesario tener en cuenta que el motivo de la crispación social fue el presunto aumento de la edad y las semanas de cotización, así como la posible supresión del régimen de prima media con prestación definida.

Al respecto, aunque muchas personas confían al Estado la protección frente a la invalidez, la vejez y la muerte, el sistema se fundamenta en un esquema piramidal. En efecto, el dinero de los cotizantes financia las pensiones de quienes están en la base; razón por la cual, tarde o temprano, el sistema tiene riesgo de colapsar, pues se vuelve insostenible si el número de pensionados supera el de cotizantes. Como sucede en los esquemas ponzi, únicamente ganan los primeros en entrar a la pirámide; pero los ingresos de los demás dependen de que nuevas personas comprometan sus ahorros, pues sin el dinero de más inversores es imposible el pago a los anteriores. Así, no es extraño que se retrase la crisis aumentando las semanas y la edad. Esta es la causa de que cada vez las pensiones sean más bajas o se adquieran más tardíamente.


En esta medida, la continuidad del sistema de público pensiones está a merced de los políticos de turno. No en vano, Otto Von Bismarck sostenía que «Un trabajador que depende del Gobierno para su retiro será más obediente y servil ante ese Gobierno». Por ello, pierde legitimidad cuando se le imputa la intención de introducir modificaciones en los requisitos necesarios para adquirirla, puesto que implica un costo en términos de votos; así mismo, la oposición se fortalecería al mantener el statu quo del sistema, puesto que basta inyectar recursos provenientes de impuestos para financiar temporalmente los pasivos pensionales y evitar la crisis. En esta medida, es posible concluir que el concepto de justicia social, más que reivindicar el interés general, encubre los intereses electorales de la clase política que acude a medidas populistas para legitimarse.


En segundo lugar, otro de los motivos de protesta en la jornada del pasado 21 de noviembre fue el presunto proyecto de reforma laboral donde se consagraba el pago por horas y salarios diferenciales, incluso, por debajo del mínimo, para quienes inician su vida laboral. De entrada, por motivos de estricta constitucionalidad, una iniciativa de esta naturaleza está condenada al fracaso, pues el artículo 53 superior garantiza una remuneración mínima, vital y móvil. Sin embargo, desde un punto de vista crítico, ¿la idea del salario mínimo contribuye a mayores niveles de justicia social? La cuestión parece dudosa, pues la intervención del Estado en la economía produce un desequilibrio que perjudica a determinadas personas. No en vano, desde la simple ley económica de la oferta y la demanda, Henry Hazlitt –reputado economista de la escuela austriaca– explica que:


«Cuanto más ambiciosa sea la ley, cuantos más obreros pretenda proteger y en mayor proporción aspire al incremento de los salarios, tanto más probable será que el perjuicio supere los efectos beneficiosos. Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por una semana laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo trabajo no sea valorado en esa cifra por un empresario volverá a encontrar empleo. No se puede sobrevalorar en una cantidad determinada el trabajo de un obrero en el mercado laboral por el mero hecho de haber convertido en ilegal su colocación por cantidad inferior. Lo único que se consigue es privarle del derecho a ganar lo que su capacidad y empleo le permitirían, mientras se impide a la comunidad beneficiarse de los modestos servicios que aquél es capaz de rendir. En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro. Se causa un mal general, sin compensación»[4].


En esta perspectiva, impedir que los trabajadores menos cualificados accedan al mercado laboral no parece una idea muy acorde con el concepto de «justicia social», idea paradójicamente sólo favorece a trabajadores cuya capacidad y experiencia está valorada por una suma igual o superior a la del salario mínimo. Naturalmente, esto beneficia los intereses de los «socialdemócratas» abanderados del sindicalismo, ya que «[…] los trabajadores sindicados con experiencia compiten por puestos de trabajo con trabajadores jóvenes, sin experiencia y menos cualificados, cuyo sueldo probablemente estará, aproximadamente, al nivel del salario mínimo. Cuanto más suba el salario mínimo, más posibilidades hay de que los trabajadores sin cualificaciones ni experiencia sean desplazados por trabajadores sindicados, que estén bien cualificados y que tengan experiencia. Al igual que las empresas buscan que los gobiernos impongan aranceles a la importación de bienes que compiten con sus productos, los sindicatos utilizan las leyes de salario mínimo a modo de aranceles para subir el precio del trabajo no sindicado, que compite con sus miembros por puestos de trabajo»[5]. Con semejante ideal tan espurio, la idea de salario mínimo como manifestación de la justicia social no es más que un oxímoron.


Finalmente, uno de los motivos para las recientes movilizaciones fue la crisis en la financiación de las universidades públicas. El tema resulta paradójico, pues quienes desean más dinero para la educación realizan malabarismos mentales para querer menos reformas tributarias y más implementación de los acuerdos de la falsa paz. Para estos efectos, se reivindica una «educación gratuita y de calidad»; pero no podríamos caer en el error de creer que en la prestación de este servicio no existen costos económicos asociados, cuando en realidad es necesario pagar profesores, infraestructura, servicios públicos, entre otros.


En un contexto de escasez, la educación pública es privilegio para quienes tenemos la fortuna de acceder a ella, pues supone –como mínimo– superar a varios aspirantes en un riguroso examen de admisión. Sin embargo, ¿cómo materializar la justicia social? ¿garantizando la cobertura de la educación superior para toda la población o para parte de ella? En principio, los más entusiastas –en virtud del derecho a la igualdad– pensarían de inmediato que la cobertura debería ser integral. No obstante, pensemos en las consecuencias de programas hipotéticos como «Cuba, la más educada»: en el corto plazo, garantizaría que gran parte de la comunidad accediera a la educación superior; pero en el largo plazo, dejaría a gran parte de los profesionales fuera del mercado laboral, pues –salvo un aumento de la burocracia estatal– no habría un sector privado dispuesto a emplear tanta mano de obra cualificada. En países como Colombia, donde todavía existe libertad de empresa, el exceso de profesionales provocaría la disminución de los salarios. Esto es consecuencia de la ley según la cual los precios disminuyen cuando aumenta la oferta; razón por la cual, desde el punto de vista estrictamente económico, no es extraño que todo lo que se democratice tienda a perder valor.


En estos tres (3) ejemplos queda claro que el concepto de justicia social es una idea sobrevalorada, pues tiene un enfoque miope a las consecuencias futuras de las soluciones implementadas. Lo anterior, nos debería enseñar a pensar más con la razón que con la emoción. En efecto, tener empatía por la situación de los pensionados, los trabajadores y los estudiantes, si bien genera beneficios a corto plazo, contribuye a consecuencias indeseadas, tales como la legitimación de partidos políticos de corte populista, la imposibilidad de que personas poco calificadas accedan al mercado laboral y la disminución de los ingresos frente al exceso de profesionales.




[1] CORTE CONSTITUCIONAL. Sentencia C-1064 de 2001. M.P. Manuel José Cepeda Espinosa y Jaime Córdoba Triviño.

[2] Esta circunstancia supone reconocer un hecho de la naturaleza humana: sólo estamos dispuestos a ser solidarios con las «víctimas identificables», pues frente a las «víctimas estadísticas» normalmente actuamos con indiferencia. En efecto, «[…] ver un rostro o una fotografía, y conocer los detalles sobre una persona, nos conmueve, y esto modifica nuestras acciones (y nuestro dinero). Sin embargo, cuando la información no señala individuos, simplemente no sentimos tanta empatía y, en consecuencia, permanecemos pasivos» (Cfr. ARIELY, Dan. Las ventajas del deseo: cómo sacar partido a la irracionalidad en nuestras relaciones personales y laborales. Barcelona: Ariel, 2011. p. 228).

[3] BLOOM, Paul. Contra la empatía: argumentos para una compasión racional. Barcelona: Taurus, 2018. p. 14.

[4] HAZLITT, Henry. La economía en una lección. Barcelona: Folio, 1996. p. 109.

[5] SOWELL, Thomas. Economía básica: un manual de economía escrito desde el sentido común. Barcelona: Deusto, 2013. p. 211.

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