REFLEXIONES SOBRE NEUROCIENCIAS Y POLÍTICA: ¿SOMOS TAN RACIONALES PARA VIVIR EN UNA DEMOCRACIA?
En la concepción aristotélica, los hombres son tanto animales sociales como racionales. Pese a que la primera afirmación es generalmente incontrovertible, es posible dudar de nuestra capacidad absoluta para tomar decisiones que merezcan el segundo calificativo, pues así como somos capaces de alcanzar las más grandes virtudes, también estamos expuestos a los peores vicios[2]. En esta medida, sin importar que tan inteligentes nos consideremos, algunas de nuestras creencias y acciones son irracionales. A modo ejemplo, mientras Arthur Conan Doyle y Kary Mullis –autor de las aventuras de Sherlock Holmes y premio nobel de química, respectivamente– creían en el espiritismo y la astrología, Isaac Newton –uno de los más grandes físicos de la historia– perdió parte de su patrimonio durante el estallido de burbuja de los mares del sur en 1.720. Así las cosas, si personas brillantes –olvidando cualquier noción de lógica o razonabilidad– sostienen ideas contrarias al conocimiento científico o invierten en activos que –como criptomonedas actuales– aumentan de precio por factores especulativos, ¿qué podemos esperar simples mortales como nosotros?
Aunque es difícil hacer exámenes de conciencia, debemos aceptar nuestras imperfecciones y considerar que, aunque parcialmente racionales, todavía somos animales al fin y al cabo. Este hecho hunde sus raíces en la evolución, pues el lóbulo frontal del cerebro alcanzó su máximo desarrollo con el homo sapiens. Desde el punto de vista de las neurociencias, en dicho órgano se concentran gran parte de funciones ejecutivas como la cognición, la toma de decisiones, el autocontrol, la resolución de problemas, la planeación, etc. Sin embargo, esto no nos convierte automáticamente en el «señor Spock» de «viaje a las estrellas», pues gran parte de la anatomía del cerebro la ocupan el sistema reptiliano y límbico, los cuales se asocian directamente con la supervivencia en la medida que, respectivamente, controlan las funciones básicas del cuerpo –como el sueño, la respiración, el apetito, etc.– y las reacciones emocionales a los acontecimientos –instinto de lucha o de huida, elevación del ritmo cardiaco, aumento en el consumo de oxígeno, por ejemplo–[3].
Naturalmente, así como la biología puede condicionar nuestras ideas o decisiones de inversión, también influye potencialmente en las convicciones políticas. Aunque las neurociencias no tenían tantos adelantos en la época clásica, Aristóteles explicó que la democracia es una de las formas degeneradas de gobierno cuando el interés de la mayoría no atiende al provecho de la comunidad[4]. Estas ideas ponen en duda la capacidad de las mayorías para tomar decisiones acertadas, tanto así que autores como Bryan Caplan sostienen lo siguiente: «No veo ni democracias que funcionen satisfactoriamente ni democracias secuestradas por grupos de intereses. En lugar de ello, me encuentro con democracias que defraudan las expectativas porque los votantes obtienen las medidas políticas insensatas que piden»[5].
Es en este punto donde intervienen los denominados sesgos cognitivos, los cuales tienen su origen común en la capacidad de cerebro para tomar decisiones intuitivas bajo la influencia de las emociones –sistema rápido–, considerando que la racionalidad supone un proceso deliberativo de pros y contras entre varias alternativas, situación que exige un mayor esfuerzo –sistema lento–[6]. Aunque es complejo hacer una lista en el presenten escrito, algunos de ellos están relacionados con creer erróneamente que nuestras ideas son mejores que la media –exceso de confianza–, que son razonables al compartirse con muchas personas –aprobación social– o que, incluso, guardan concordancia con nuestras expectativas previas –efecto halo–. El problema es que cuando creemos ser poseedores de la verdad, sólo vemos las razones por las que podríamos estar en lo cierto e ignoramos las pruebas contrarias –sesgo de confirmación–; incluso, algunos políticos aprovechan el miedo a determinadas circunstancias para capitalizarlo electoralmente –sesgo de aversión a la pérdida–, además de crear determinados incentivos económicos a corto plazo sin pensar en el coste futuro –sesgo de descuento hiperbólico–.
En la medida que para todo problema complejo existe una solución simple pero probablemente equivocada, algunos autores proponen reemplazar la democracia por la tecnocracia. Si gran parte de los ciudadanos a pie estamos fuera de nuestra «área de competencia» al reflexionar sobre algunos temas de interés general, lo mejor sería dejar esta decisión en manos de los expertos. No en vano, Jason Brenan apoya esta idea al explicar que «Los votantes son mayoritariamente ignorantes, irracionales y están mal informados, pero son amables. Al mismo tiempo que votan por lo que ellos perciben que es el interés nacional, la lectura más directa de las evidencias sugiere que en conjunto son incompetentes. Apoyan malas medidas políticas (o a políticos que apoyan malas medidas políticas), que no apoyarían si estuvieran mejor informados y procesaran la información de una manera racional»[7].
El problema pasa por determinar si los técnicos toman mejores decisiones que los profanos. El asunto es discutible, pues –tal y como sucedió Doyle, Mullis y Newton– ni el conocimiento de determinadas materias elimina los sesgos cognitivos que conducen a la irracionalidad. De hecho, puede afirmarse que los expertos pueden llevarnos a crisis económicas como la 2.008, donde los «genios financieros» de Wall Street crearon derivados como las obligaciones colateralizadas por deuda –CDO, en inglés–, generando no sólo una burbuja inmobiliaria sino también una crisis de liquidez en sistema financiero, las cuales ocurrieron por la idea de mezclar hipotecas de muy baja calidad con deudas de menor riesgo.
En este contexto, carece de sentido reemplazar la irracionalidad de muchos por la de pocos si, eventualmente, las consecuencias pueden ser igual de graves. De hecho, conduce a sostener que el coeficiente intelectual es una parte pequeña de la sabiduría, pues se adquiere en gran medida con hábitos efectivos de pensamiento crítico que contrarresten los sesgos que nos asechan. No es una tarea sencilla y, además de esfuerzo, requiere una autoevaluación profunda en la que nos preguntemos hasta qué punto cuestionamos nuestras ideas, pensamos en las diferentes alternativas, somos propensos al gregarismo, creemos en rumores porque están acordes con nuestras expectativas previas, aceptamos que no tenemos información sobre determinados temas, somos conscientes de la incertidumbre en nuestros razonamientos, entre otros. Estas condiciones serían necesarias, pues una gran inteligencia sin racionalidad equivale a tener un ferrari sin frenos.
Desde el punto de vista estadístico, solo con visiones independientes sobre los problemas sociales, es posible acercarse a la realidad. Cuando muchos o pocos piensan de la misma manera –sesgo de falso consenso–, la posibilidad de error aumenta. Individualmente, algunos sobrestiman las causas mientras otros las subestiman; pero cuando muchos juicios se promedian, el resultado –sin ser perfecto– se aproxima a la verdad. En esta medida, todos los individuos analizan la misma situación, por lo que las conclusiones tienen una base común. Además, los errores que unos cometen serían independientes de las fallas de otros, así que –en ausencia de un sesgo sistemático– tienden disminuir. Sin embargo, esto supone que los análisis son independientes y que los eventuales errores no guardan correlación, pues si las personas comparten un sesgo, la agregación nos los reduce [8].
En esta medida, una de las condiciones esenciales de la democracia no es la asimilación acrítica de datos académicos. Todo lo contrario, consiste en saber trabajar con la información disponible de forma objetiva e independiente. Es decir, no es qué pensamos sino cómo pensamos. En esta medida, determinar si somos lo suficientemente racionales para vivir en una democracia supone responder si individual y colectivamente tenemos la capacidad de tomar las medidas pertinentes para que los sesgos del pensamiento no nos afecten demasiado. Aunque la respuesta depende cada del análisis de cada lector, no cabe duda de que el llamado es a permanecer alerta frente a la posibilidad de error en nuestras ideas y acciones: aceptar humildemente que estamos expuestos a equivocaciones sistemáticas, nos lleva a mejorar como personas; además, cuando la conciencia de esta situación se masifica, existe la posibilidad de que la sociedad también mejore en su conjunto.
[1] Integrante del Grupo de Estudio de Derecho Público, Nivel VI, adscrito al Centro de Estudios de Derecho Administrativo -CEDA-. Abogado de la Universidad de Antioquia, Especialista en Derecho Administrativo y Magister en Derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana.
[2] ARISTÓTELES. Política. Madrid. Gredos, 1988. pp. 50-51.
[3] Cfr. PINKER, Steven. Cómo funciona la mente. Barcelona: Ediciones Destino, 2008.
[4] ARISTÓTELES, Ob. cit., p. 172.
[5] CAPLAN, Bryan. El mito del votante racional: por qué las democracias prefieren las malas políticas. Princeton: Innisfree, 2016. p. 48.
[6] Cfr. KAHNEMAN, Daniel. Pensar rápido, pensar despacio. Madrid: Editorial Debate, 2013.
[7] BRENAN, Jason. Contra la democracia. Madrid: Deusto, 2018. p. 162.
[8] Cfr. SUROWIECKI, James. Cien mejor que uno: la sabiduría de la multitud o por qué la mayoría siempre es más inteligente que la minoría. Barcelona: Urano, 2004.