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Foto del escritorFabián G. Marín Cortés

¿DOBLE CONFORMIDAD EN ACTUACIONES ADMINISTRATIVAS?

Las sentencias de la Corte Constitucional identificadas con los números C-792 de 2014, SU-215 de 2016 y la tutela –sin identificar aún– anunciada el pasado mes de mayo de 2019, en los célebres «comunicados» –que vinculan como si fuera una sentencia, y que por cierto casi nunca están escritas–, a la vez que claman, ordenan que la doble conformidad se incorpore al ordenamiento, pero por ahora solo en materia penal.


Claro que también hay que tener en cuenta el Acto Legislativo No. 1 de 2018, que para los aforados constitucionales, y en general para las sentencias de casación, creó el derecho a la impugnación de la «primera sentencia condenatoria» –como dice el art. 186–, e inclusive aludió al «derecho a la impugnación de la primera condena» de los aforados –según el art. 234, inc. 2–, y en general a la «doble conformidad judicial de la primera condena» –en términos del art. 235.7–.


Según aquellas providencias, la doble conformidad consiste en que una condena, no la absolución, cuente con respaldo en dos providencias, la segunda coincidente con alguna de las anteriores. Cuando la institución aplique equivaldrá a la «triple instancia», de la cual no se sabe con certeza si es un principio, una garantía general, o algo distinto, y sobre todo si se integra al art. 29 de la CP. Esto refleja la insatisfacción de los operadores jurídicos modernos con el funcionamiento de dos principios del actual debido proceso: el derecho a impugnar la sentencia condenatoria –art. 29, inciso cuarto, de la CP.– y la doble instancia –art. 31 de la CP.–, sobre todo con éste, porque los excede, aunque circunstancialmente podría bastarse con ellos, si acaso con la doble instancia se logra la doble conformidad: condena en primera y en segunda instancia.


De incorporarse al ordenamiento hay que analizar si se trata(rá) de un Derecho, acaso fundamental, y si formará parte del derecho al debido proceso. Todo indica que sí, es decir, que es –o será– un derecho subjetivo, y no hay razones para pensar que no sea fundamental, apoyado en que pasa a formar parte del haz de garantías que forman al macro derecho del debido proceso.


Antes del Acto Legislativo No. 01 de 2018, la Corte Constitucional anotó que proviene del Pacto Internacional de Derecho Civiles y Políticos, de la Convención Americana de Derecho Humanos, y de algunas decisiones del Comité de DD. HH. y de la Corte Interamericana de DD. HH. Esto, sin embargo, es cierto, pero no de forma positiva, sino por interpretación de normas parecidas a las de nuestra Constitución original. A juzgar por este fundamento, solo los primeros dos eran admisibles, por lo menos como vinculantes, en virtud del artículo 93 de la Constitución, que dispone que «los tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden interno», y agrega: «Los derechos y deberes consagrados en esta Carta, se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia». En el mismo sentido, el art. 94 es fundamento posible, porque dispone que: «La enunciación de los derechos y garantías contenidos en la Constitución y en los convenios internacionales vigentes, no debe entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ellos».


Lo cierto es que el Acto Legislativo No. 01 de 2018 redujo el debate y la eventual resistencia, porque positivizó la institución, aunque condicionada al desarrollo legal. No obstante, tanto la pertinencia de la incorporación al sistema jurídico como su inoportunidad parecen evidentes. Esta contradicción lógica me preocupa. En favor de la primera se aduce la obligación moral de alcanzar mayor certeza sobre la responsabilidad del investigado ¬¬–nadie desconoce la necesidad de esto–; pero en defensa de la segunda se propone la existencia de la doble instancia, que es una garantía extraordinaria. Pero ahora se crearía la «tercera instancia», pese a la congestión monumental que existe en la rama judicial, y que se incrementará con esta garantía.


Me preocupa la falta de claridad conceptual, por lo menos la mía, sobre la perspectiva positiva y negativa de la institución. Bueno, es que en realidad tiene de ambas. La cuestión es que, como sucede con otros temas del derecho, hay que decantarse por una, ponderar, como se dice en el lenguaje constitucional, y votar. Para ser franco, en las condiciones actuales de la justicia, creo que la doble instancia que conocemos es una garantía suficiente para decretar una condena o para absolver, así que me inclino por la conservación de la institución tradicional, hasta cuando existan condiciones para incorporar la tercera instancia.


De otro lado, en la perspectiva del derecho administrativo, la que más me inquieta ahora, hay que preguntarse si una vez se incorpore la nueva garantía penal, se extenderá a las actuaciones administrativas –gubernativas y judiciales–, teniendo en cuenta que el inciso primero del artículo 29 de las Constitución establece que: «El debido proceso se aplicará a toda clase de actuaciones judiciales y administrativas».


Como ha sucedido prácticamente con todos los derechos que conforman el debido proceso, su ingreso al derecho administrativo sancionador y no sancionador se ha realizado en forma tardía, y además en muchos casos de manera matizada, lo que probablemente suceda una vez más. La cuestión es si el inciso citado del art. 29 ordena extender o no esta garantía.


Si de nuevo se considera y responde, hoy, que una cosa es la sanción penal, que exige las máximas garantías, y otra lo administrativo, dolorosamente se vuelve a los argumentos del pasado, donde esta clase de razonamientos negó la protección administrativa, so pretexto de que las sanciones penales son más fuertes y afectan la libertad, y por eso los sujetos pasivos necesitan más protección.


Definitivamente, eso no es cierto siempre. En la actualidad las sanciones administrativas son tan severas o más que muchas penales; basta pensar en la destitución de un servidor público –con inhabilidad de una o dos décadas– o en la expulsión de una profesión u oficio, que afecta el mínimo vital y el derecho al trabajo o a escoger profesión; el cierre de una empresa o industria, que afecta el patrimonio y el derecho al trabajo de los empleados; la expulsión de un alumno del colegio, que afecta la educación; la caducidad de un contrato, que impide ejercer la actividad económica por 5 años; y tantas otra decisiones, cada una demasiado grave para quien la padece, demasiado lesiva para los derechos fundamentales, o los civiles, porque no todo tiene qué medirse con el rasero de libertad física, cuando las demás libertades individuales –incluso fundamentales– tienen un valor equivalente.


Ni qué decir de las actuaciones judiciales administrativas, como la pérdida de investidura; o de actuaciones judiciales no sancionatorias, como la nulidad electoral; y otras tantas que justificarían o exigirían incluir la doble conformidad.


La incorporación de la doble conformidad no solo fomenta debates en el derecho penal; también impacta los procedimientos administrativos, gubernativos y judiciales, por cuenta del alcance que se le dé al inciso primero del art. 29 de la CP. Por mi parte, defiendo la aplicación fuerte y sistemática del art. 29 en las actuaciones administrativas, de manera que si la nueva garantía pertenece allí, como lo creo –independientemente del impacto positivo o negativo sobre la congestión judicial y gubernativa–, entonces hay que extenderla. El problema será de congestión, pero el Estado debe adecuarse a esa realidad.

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