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  • Foto del escritorCENTRO DE ESTUDIOS DE DERECHO ADMINISTRATIVO CEDA

¿DISCUSIONES PENDIENTES?: EL USO EXCESIVO DE LA FUERZA Y LA ESTIGMATIZACIÓN DE LAS MOVILIZACIONES


Catalina Lotero Valencia y Mitchelle Rincón Rodríguez[1]


Entre las 6:00 a.m. del 28 de abril de 2021 a las 6:00 p.m. del 13 de mayo de 2021, la ONG Temblores, en el marco de las movilizaciones y la protesta social en Colombia, reportaba a la opinión pública: 362 víctimas de violencia física por parte de miembros de la Policía; 39 víctimas de violencia homicida, presuntamente, por parte de miembros de la Policía; 1.055 detenciones arbitrarias de manifestantes; 442 intervenciones violentas por parte del personal de la fuerza pública; 30 víctimas que sufrieron agresión en sus ojos; 133 casos de disparos de armas de fuego por parte de miembros de la Policía; 16 víctimas de violencia sexual por parte del personal de la fuerza pública[2]. Estas cifras, que lamentablemente seguirán aumentando, son los hechos que están en el trasfondo de las siguientes reflexiones, y que son actuaciones que, aunque tal vez no en sumas tan alarmantes, también se han presentado en otras movilizaciones sociales recientes.


En el ámbito nacional, el artículo 2° de la Constitución Política establece que las autoridades de la República, entre ellas la fuerza pública, están constituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades. De forma más particular, el artículo 218 prevé que el fin primordial de la Policía Nacional consiste en mantener las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes del país convivan en paz.


Este fin constitucional de la Policía Nacional no es absoluto. Acorde con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, aun cuando se acepte el uso letal de la fuerza en operaciones de policía como último recurso en contextos de alta inestabilidad del orden público, ese actuar posee cuatro grandes limitantes: la excepcionalidad, la proporcionalidad, la racionalidad y la humanidad. De acuerdo con ellos, solo podrá hacerse uso de la fuerza o de instrumentos de coerción cuando se hayan agotado y fracasado todos los demás medios de control[3].


En contraste con lo anterior, los últimos 15 días que ha atravesado Colombia han evidenciado que la obligación de garantizar la seguridad y mantener el orden público, por un lado, y la responsabilidad de hacerlo conforme a las obligaciones internacionales de derechos humanos, por otro, se han convertido en objetivos irreconciliables.


Aun cuando organismos internacionales han instado a los Estados a actuar sobre la base de la licitud de las protestas o manifestaciones públicas y bajo el supuesto de que estas no constituyen una amenaza al orden público[4], en Colombia queda demostrado que las autoridades han subordinado el ejercicio del derecho a la protesta social, al presunto mantenimiento de intereses colectivos como el orden público y la paz social, para justificar decisiones ilegítimamente restrictivas de los derechos, así como la intervención excesiva o desmedida de los miembros de la fuerza pública.


A estos hechos se suma otro tipo de violencia, que tal vez explique y sirva parcialmente de causa a la anterior, ejercida, si se quiere, con más empeño: la violencia discursiva. A partir de la fecha en que iniciaron las protestas, el Gobierno Nacional y cierto sector de la población civil, agravado por la información de ciertos medios de comunicación, pretenden justificar el uso desproporcionado de la fuerza por parte de la Policía Nacional, con fundamento en la estigmatización y desprecio de la protesta social y, directamente, de las personas que ejercen legítimamente este derecho.


En medio del intento por desacreditar las movilizaciones sociales, se recurre a una retórica dicotómica que divide en bandos a la población civil en la línea del concepto del «amigo»/«enemigo», del «ellos»/«nosotros», en los términos de Carl Schmitt[5]. Estas etiquetas hacia los marchantes se han materializado en apelativos peyorativos como vándalos, delincuentes o vagos, alejándolos de la etiqueta de los ciudadanos de bien, creando una barrera entre unos y otros que origina un imaginario de maldad alrededor de los primeros, logrando que se perciban como un sector indeseable de la sociedad que merece ser silenciado sin importar el medio, es decir: con la censura o con las armas.


En los pronunciamientos oficiales que realiza el Gobierno Nacional y muchos medios de comunicación existe un lenguaje discriminatorio y segregador, en el que se apuesta por reforzar la concepción de quienes participan en las movilizaciones como «otros» que ponen en riesgo la estabilidad de los cimientos del Estado, de la economía y del orden público, señalándolos como un «enemigo» común, que «ellos», los ciudadanos de bien tienen que combatir. En otras palabras: pareciera que el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas se entiende dirigido, únicamente, a garantizar el orden como expresión del poder del Estado y tan solo privilegia los derechos e intereses de quienes se puedan ver afectados, circunstancialmente, por las protestas o movilizaciones sociales.


La división que se crea y que los medios de comunicación, con titulares sensacionalistas y dirigidos, se encargan de trasladar y generalizar, coincide con la concepción del antagonismo propuesta por el autor, la que al final se concibe potencialmente como violencia fáctica[6].

Conforme a esto, una y otra vez, los discursos de las personas relacionadas con la Administración Nacional, medios oficiales de comunicación y ciertos sectores sociales, se encargan de repetir ese mensaje propiciando la legitimación de la violencia estatal pues, en ese orden de ideas, es ejercida contra «enemigos del Estado»; inclusive, ese discurso tuvo el alcance de alejar a los marchantes de la concepción de ciudadanos, tal y como ocurrió el 9 de mayo de 2021, cuando Noticias Caracol tituló «Ciudadanos e Indígenas se Enfrentaron», luego de comunicar los enfrentamientos registrados entre unos habitantes de la ciudad de Cali y la minga indígena. Una vez más, aplicando la lógica señalada.


De esta forma, se ha logrado una segregación colectiva de las personas que participan en los movimientos sociales, tras la concepción de que estos son un grupo que representa peligro para el orden establecido y que requiere, como tratamiento, el más alto despliegue de la fuerza policiva y militar, con tal de aplacarlos a como dé lugar; ello, además, es solicitado y aplaudido por quienes crean y replican dicho discurso.


De esta manera se despersonaliza a cada uno de los marchantes y a quienes por cualquier medio les brindan su apoyo, reduciéndolos a tal punto que su dignidad como seres humanos empieza a desdibujarse o desaparecer, al igual que sus derechos, justificando las actuaciones más fuertes y desproporcionadas contra ellos. Además, se logran deslegitimar acciones de expresión, naturales en ese contexto, como los bloqueos; al igual que se equipara la violencia fáctica con acciones que, materialmente, no dañan a ninguna persona.


Bajo ese discurso se avala prácticamente cualquier medio de represión; pero cuando existen acciones que se salen totalmente del marco de lo defendible, presentan los ataques como simples hechos aislados, lo que implicar negar el problema de fondo y la necesidad de realizar correcciones y cambios. No obstante, una revisión de la reciente historia colombiana demuestra que tanto el discurso de odio, como las acciones violentas, son formas sistemáticas e institucionalizadas de actuar, pues los hechos y las cifras evidenciadas no permiten llegar a otra conclusión.


En este sentido, hoy es esencial cuestionarse el papel y las actuaciones de las autoridades, partiendo de la base de que las personas que participan de las movilizaciones y las protestas sociales ejercen, quizá, uno de los derechos más representativos en el marco de un Estado de Derecho, y que es en este mismo donde las acciones de los funcionarios del Estado se deben desarrollar con apego a la más estricta legalidad, observando tanto las normas internas, como las internacionales, en materia de derechos humanos; considerando que a partir de ellas es urgente y necesario revisar de forma profunda los lineamientos e instrucción que se imparte a la fuerza pública, pues si estos cambios no se realizan necesariamente llegaremos a los mismos lamentables resultados.


[1] Auxiliares de investigación del Grupo de Estudio de Derecho Público, niveles III y V, adscrito al Centro de Estudios de Derecho Administrativo ―CEDA―.

[2] Cifras tomadas de la página oficial de Instagram de la ONG Temblores. Disponible en: https://instagram.com/tembloresong?igshid=1hizz5qf6r108

[3] Véase: CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS. Sentencia del 04 de julio 2007. Caso Zambrano Vélez y Otros VS Ecuador; Sentencia del 19 de enero de 1995. Caso Neira Alegría y otros vs. Perú; Sentencia del 16 de agosto de 2000. Caso Durand y Ugarte vs. Perú.

[4] COMISIÓN INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS. Informe Anual 2015. Capítulo IV.A. Disponible en: https://www.oas.org/es/cidh/docs/anual/2015/doc-es/InformeAnual2015-cap4A-fuerza-ES.pdf

[5] SCHMITT, Carl. El concepto de lo político. Madrid: Alianza Editorial, 1999. p. 56.

[6] Ibid. pp. 59-65.

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